Hace una semana, mi nieto Diego y yo sufrimos un incidente que bien podría denominarse “La torcedura de Pie pequeño”, tanto por las dimensiones de esas extremidades en los niños, el gusto ellos por dicha película de comedia y aventura, ambientada en la era de los dinosaurios, y la frecuencia con que ocurren esos sucesos.
Regresábamos de una visita a la escuela de los Camilitos (Escuela Militar
Camilo Cienfuegos) que el chico prefiere por las maquetas de aviones y cañones
que exhibe y siempre quiere volver a ver. Lo llevaba en la parrilla de la bicicleta, pero perdió una de sus chancletas,
de las llamadas sapitos (Crocs) y reubiqué al nieto en el cuadro.
De pronto, un grito terrible me sacó de la explicación
que le daba a su pregunta acerca del estadio Mártires de Barbados y, como
siempre ando muy despacito, paré… pero ya tenía el pie fuera de los radios, pero
“atropellado”.
Como es de suponer, fuimos rodeados por una pequeña
multitud, creo que con las mejores intenciones, pero nos volvieron locos. Bueno, a mí, porque Diego
estaba tan adolorido que ni sabía lo que decían.
Una señora afirmaba: “Yo le oí traquear los huesos”,
dos jovencitas en un ciclo eléctrico,
se ofrecieron para llevarlo hasta el hospital; acto seguido bajé, le moví el
pie y empíricamente comprobé que no había rotura; un señor mayor refutó la
rotura ósea y al verlo dispuesto le pedí que me ayudara con los dos radios rotos
del ciclo los cuales anudó junto al resto, y pudimos reanudar la marcha.
De más está decir que no podía ni montarme en el chivo;
nervioso, me dolía todo, una de las damas que acudieron, me ayudó a recolocarlo
en la parrilla y emprendimos el regreso a la casa situado en un punto
intermedio entre el campo deportivo y el bastante cercano hospital general
Carlos Manuel de Céspedes, sin que dejara de quejarse.
Cuando llegamos frente al edificio donde vive, la
historia se repitió: “Llévenlo al hospital”; “No lo lleven, que va y coge una
infección por la covid-19”; “Hay que revisarlo de todos modos”. Llovían los consejos.
Hicimos lo que mejor creíamos: la madre y la abuela lo
bañaron concienzudamente y lo trasladamos al “Céspedes” donde lo curaron y
vendaron.
Cuando salió de la consulta me dedicó una amplia
sonrisa sin los incisivos superiores, que acaba
de mudar y soltó “Pipo, me
pusieron un yeso”… “No, chico, es una venda”.
Después siguieron las curas diarias, la segunda con el raspado
de la piel debido a la quemadura por fricción, que le dolió mucho, pero que
soportó lo mejor que pudo y ya va mejorando, ahora lo llevamos diariamente a su
círculo infantil en la propia bicicleta, pero sin montarme yo, situación que él
reclama.
La madre de uno de los camaradas del salón de Diego,
asegura que su Jose tiene un doctorado
en esos accidentes. Pero a mí me sigue doliendo. Cuando uno le muele con los radios de un ciclo un pie a un hijo o
nieto, o le causa algún daño cualquiera, siente un dolor físico en el corazón similar a
cuando uno de ellos sufre una pena de amor.
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