domingo, 6 de noviembre de 2016

Las semanas de mi infancia

Los días de mi  infancia, lejanos después de tantos aguaceros, sequías, ciclones… y otros eventos  naturales o sociales mantienen en mi mente una nitidez asombrosa.
Y los divido en semanas atendiendo primero a las tareas de mi madre como ama de casa: los lunes lavaba y hervía toda la ropa blanca en un fogón improvisado con tres piedras en el patio, dentro de un latón para manteca o en una lata para aceite que todo el mundo generalizaba como “las vasijas de hervir”.
Los martes y miércoles realizaba otras tareas domésticas y el jueves planchaba toda la ropa que había lavado el lunes, con una plancha de carbón que  “si se bañaba venía el pasmo”, según las comadres  y era necesario hacerlo con agua muy tibia para no incurrir en ese error que dejó a más de una mujer con una parálisis facial.

Los viernes era acomodar el armario y los sábados era hacer una limpieza general en una amplia habitación que hacías las veces de sala, comedor y dormitorio  (la cocona era aparte) y los domingos salíamos a hacer visitas, además de ir al cine  de la esquina  a ver westerns o casi  casi todas las noches a llorar con  unos dramones mexicanos,  cantar bajito con los  musicales  o asustarse  con otras películas de acción y misterio también del hermano país.
Todos los días ella se levantaba a las cinco para colar café a mi padre, tabaquero en la fábrica Moya, a las siete (antes de irme a la escuela José María Izaguirre, cerquita del parque La Ollá) corría yo a llevarle el desayuno en una cafetera picuda y en un cartucho para el café con leche y el pan con mantequilla, respectivamente.
Todas las mañanas mi madre   “corría con el almuerzo” que estaba a punto  justo a las doce cuando el viejo venía a degustarlo y acto seguido, también con el carbón como combustible ponía los garbanzos para el cocido, la sopa,  la carne ripiada que eran una tradición en  casas de ricos y pobres.
De sobremesa las aventuras de Leonardo Moncada y otros programas muy gustados junto hasta las 10 de la noche en que Concha mi madre daba el toque de queda y ¡a dormir, muchachos!
Los domingos esperábamos al mensajero con los mandados en su bici-carga y con las cajas de cartón formábamos mi prima Elisa y yo diversas fantasías  y mucho mejor aún cuando las cajas era de madera que soportaban ruedas y barandas que las convertían en carros.
Los domingos nos íbamos al parquecito de los coches, pues allí los vendedores según mi madre, vendían los mejores pollos para el arroz dominguero.
Ese día como muchas noche mi viejo me llevaba a conocer el Bayamo de entonces enmarcado en la parte vieja y algún otro incipiente barrio y muchas veces llegábamos hasta Jabaquito donde vivía un hermano suyo y recuerdo  que jamás pude entender por qué  Necrópolis quería decir ciudad de los muertos  pues si ya “habían pasado a mejor vida” para que querían una ciudad y eso lo meditaba con un poco de miedo ¿para qué negarlo?
Para mí era un fiesta visitar parientes en la localidad de Vequitas, muy cerca de la actual cabecera municipal de Yara y desde la madrugada conversaba como un papagayo haciendo planes para el disfrute en el inmenso patio de los abuelos en el chapuzón en el río Buey, asomarme a  sus barrancos hoy derruidos por las crecientes arrolladoras… y especialmente pasear con mi abuelo Pillo que saludaba como nadie y siempre andaba enguayabera´o y con su palabra mágica saludaba, conversaba con amigos y conocidos o mostraba su sabiduría de hombre de campo por su gestión autodidacta, a veces creo que estaba un poco loco por las cosas que decía, pero asombrosamente la gente lo respetaba.

Hoy ya abuelo yo mismo, sesenta y tantos  años después, trato de  hacer las cosas que me gustaban  de niño para que mis cuatro nietos  (una fortuna) disfruten de la vida al aire libre, del entrañable amor de sus mayores y de la alegría de vivir.

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