domingo, 10 de mayo de 2020

Honrar a quien nos dio la vida


Mi madre no soportaba los cementerios, no  por miedo,  era  repulsión nacida acaso por ver marchar los sarcófagos de sus padres por un caminito hacia el pequeño camposanto rural, con solo cinco años era la mayor de tres hermanos que se asomaron en solo tres meses a la orfandad total.
Solo recuerdo haberla visto en los entierros de mis abuelos paternos y cuando prematuramente murió Manolito, el hermano de crianza más querido; entonces sentenció que no volvería a pisar una tumba ni  ponerse luto y aunque tenía días malos al evocar a sus difuntos no era una persona triste, todo lo contrario.
Le gustaba reír, bromear, disfrutar… desquitarse de la vida que le había aportado muchos sinsabores y que ya con su casita terminada sus dos hijos grandes, una nieta parecía… sonreírle.
¡Pero no! una cruel y bastante corta enfermedad nos la arrebató cuando apenas había cumplido 59 años. Mi hermana y yo junto a otros familiares visitábamos aquella modesta bóveda de azulejos blancos, ribeteados en verde  y allí le contábamos nuestros anhelos, triunfos y desesperanzas.
Pero el segundo día de las madres después de su muerte la necrópolis de Bayamo estaba tan llena, el camino desde el puente sobre el río  casi intransitable por la cantidad de ciclistas, peatones y vehículos y dentro del cementerio había tanto dolor multiplicado, incluso  con muestras de morbosidad, que decidimos homenajear a nuestra madre en casa tanto el 8 de septiembre día de su natalicio como en el de las madres.
Hoy la realidad de la Covid-19 impone la recordación a la madre muerta en el corazón de cada cual, no es laborantismo: los cementerios son sitios donde pululan los gérmenes y es preciso  “no ponérselo fácil” al nuevo coronavirus.
Quienes tienen la madre viva podrán llamarla, enviarle  sus tarjetas flores,  regalos, o visitarlas, todo con la mayor seguridad posible para que el año entrante  sean más los que abracen con todo amor a la que les dio la vida.

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