Todavía resuenan sus pasos por el centro histórico urbano
de la segunda villa (San Salvador de
Bayamo) fundada por Diego Velázquez en 1513 o el arrastrar de sus chancletas
deshilachadas entre el polvo de las vías periféricas.
Muchos lugareños y visitantes la recuerdan con su
perenne sonrisa de extraña felicidad que solo tienen quienes empinan el codo, ese
bienestar absurdo que los saca de este mundo para habitar otros universos
presumiblemente con idénticos jardines del Edén como el descrito en la Génesis bíblica.
La ropa breve, el pelo rizo estirado que escapaba de
sus ataduras, la afabilidad que solo abandonaba cundo alguien la injuriaba,
dicho en buen cubano cuando se metían con ella, la respuesta ágil e ingeniosa cuando el alcohol aún no enturbiaba sus
sentidos y después igualmente soez como
la afrenta que algún transeúnte cruel le
dedicaba.
Aseguran vecinos que era muy buena lavandera y que cumplía cabalmente
sus compromisos de trabajo, pero más tarde su afición a las bebidas espirituosas la dominó
y se entregaba totalmente a ella.
En las mañanas era moderadamente aseada, cuando avanzaba el
día el aliño iba desapareciendo y llegaba incluso a orinar de pie en una
esquina, si no delante de la gente, al
menos sin importarle mucho las miradas.
Realmente un día me fijé que ya no la veía, nunca supe
de qué murió, pero siempre pensé en alguna dolencia hepática, yo me cruzaba con
ella en las mañanas y la saludaba por su nombre: Juana o Juanín y mi saludo era retribuido con
amabilidad; cuando el día avanzaba no me aventuraba a dirigirle la palabra.
Me pasa con ella como con esos locos entrañables que
poblaron mi Bayamo, que ya solo quedan en el recuerdo…
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