domingo, 12 de mayo de 2019

-Madre, sencilla inmensidad


Desde niña,  con clarividencia  visionaria la mujer sabe  adónde dirigir su inmenso amor.
Después, cuando  nace el  anhelado fruto, con una misma savia lo sustenta  y educa  pues dedica toda una vida a cincelar carácter, principios y  actitudes en pos de la nobleza.
Está ahí, eterna vigilante de la niñez, adolescencia, juventud, adultez e incluso vejez de sus vástagos, en un quehacer a tiempo completo, sin permitirse un solo día, un minuto de asueto, con cuidado y devoción inagotables.
Así forja mujeres y hombres de bien, apegados a sus ancestros y terruño  que es la mejor manera de  vislumbrar  el porvenir y  conocer y apreciar el Universo.
Pero cuando no lo logra, si una rama de su árbol brota torcida, siempre estará allí para reorientar la brújula que la ayude a corregir el rumbo.
La madre  siempre tiene el oído presto a escuchar la confidencia,  emitir un consejo o  el reproche oportuno, la palabra que alivia o fortifica.
No en balde con su  sencilla  inmensidad  Madre es la palabra más hermosa del idioma.
Todo esto me hace evocar unas líneas que escribí a propósito de un día de las madres y que pretendía retratar las de mi familia, amigas, vecinas...

"Cuando mi madre murió se instalaron en mí un vacío y una tristeza que, aún a mi pesar conservo; solo pensar en el Día de las madres me ponía tan mal al punto que durante algún tiempo no escribí una tarjeta más y felicitaba a otras madres a duras penas.
"Después reparé en que eso era el más negro egoísmo: otras madres merecían el homenaje que no podía rendir a la mía a viva voz, y decidí que debía seguir viviendo para Carmen, mi esposa, una madre super exigente y amorosa, una Mamá con mayúscula que hasta a mí que soy ya un viejo (me resisto al eufemismo de tercera edad), y a junto a una pasión inapagable me ha acogido como una especie de madre sustituta.
También a mi hermana Ileana a quien la vida le negó extender la progenie, pues Juan Orestes solo duró un par de dolorosos años, y su probable hermano no rebasó los seis meses de embarazo, pero Ileana ha desdoblado tanto dolor en un amor sin límites a mis tres hijas, a sus cinco hijitos  y se nos mantiene siempre  apegada.
Ya mis tres “vástagas” tienen los  suyos propios, y aunque cada una tenga sus características, comparten el desvelo  por la fiebre alta o el rendimiento escolar o prescolar: Ariadna, la primera, afronta la todavía difícil adolescencia de Nana, amortiguada por la paz inexplicable de Manolito; Conchi torea los nueve meses de Sofi y los  los tres  años habaneros de Alejandro, que no obstante ama -gracias a ella y a su esposo Mario- las raíces bayamesas, y ya se estrena en eso de tener novia de mentiritas y de andar detrás de las muchachitas para “hablar con ellas”, aun sin abandonar la carriola de todas  las tardes al pie del edificio contiguo al Arroyo Arenas, tan parecido a la de la serie televisiva infantil Los papaloteros.
Carmen Luisa estrenada hace tres años  y pico como madre, siempre está a la expectativa de la hiperactividad de Diego, matizada por el cariño y simpatía innegables del llamado General Muy Nenito y… prevé menudo trabajo porque, cada vez que ve una muchacha que considera bonita, se da unas enamorás de comedia romántica.
También a mi suegra, Isabel; e Isabel María, mi cuñada, que comparten el dolor de haber perdido una hija la primera y de haber perdido uno la segunda, además de otro con una ausencia larga y permanente que la entristece y trastorna.
No puedo dejar de hablar de mis vecinas: María, la mujer del camarógrafo Cabilla, para quien cada una de mis hijas y los cinco  nietos han sido  objeto de cariño, Yudi, la esposa de Javier, que secuestra a Diego y a un vecinito nuevo que apodo Guilletén, por unos minutos y los disfruta al máximo…

Estas son, entre otras, las madres de mi familia




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