domingo, 6 de enero de 2019

Glotones


Foto Tomada de Internet
Todo pueblo o región  tiene su comilón tradicional, famosos son algunos tragaldabas como aquel que se zampó un cerdo entero y al borde de una apoplejía pidió la cabeza, única porción restante, ¡para morir feliz!
Esas acaso son solo exageraciones o fruto de la imaginación de algún escritor, pero otra son personas reales, de carne y hueso, con las que a diario interactuamos  y en las que apenas reparamos.
Yo pensaba en Fello, mi viejo camarada, émulo de Gargantúa y Pantagruel, pues el hombre casi nunca se llenaba y cuando le brindaban algo, con la posibilidad de escoger entre dos opciones invariablemente repetía: ¡Quiero las dos!
Esto hasta el momento  en que pescó una indigestión vigueta porque le ofrecieron dulce de tomate y batido de guanábana en un viaje  por las montañas  de Granma y al “preferir” ambos, se perdió de los desayunos, almuerzos, meriendas y comidas de los siguientes  tres días.
Pero Fello es un niño de pecho ante otros comilones descomunales como  Panchito, un carretonero de un barrio periférico de la parte norte de Bayamo, quien siempre anda tras un gran bocado, no digo un buen bocado, sino uno grande como siempre es su apetito.
Xavi, un vecino común, cuenta que Pancho, trabaja duro en su vehículo y gana bastante plata, pero así mismo se la gasta en  bebidas y sobre todo en comidas.
Hace poco Xavi y colegas preparaban una celebración, cuando Panchito vio unas cajas de cerveza,  carnes y víveres en  consonancia, se sumó a ello y puso también su media caja de la rubia bebida; como siempre anda sin camisa y sin  zapatos que guarda en el propio carretón, uno de sus hermanos aconsejó que no lo hicieran entrar a la casa, sino al patio donde poco pudieran ver las hazañas pantagruélicas. Cuando el primer plato estuvo inauguro su porción de ajiaco, pero quienes le conocen recomendaron al anfitrión que le sirviera en una cazuela de olla de presión y de ellas deglutió una y media.
Pero le puso la tapa al pomo en una feria de comida criolla: llegó a donde vendían cerdo asado, solo quedaba la computadora (cabeza) de un paquidermo de unas 140 libras, la obtuvo por 20 pesos, pero no le alcanzaba el dinero para  saborear tamales y entabló una charla con sus amigos.
- “¿Quien me paga los tamales?
-¿Cuántos vas a comerte?
-¡Todos los que me paguen!
-¡Dale!
El lugar se llenó de curiosos, Panchito devoró ojos, párpados, chupo los maxilares, muelas incluidas y entonces se viró para el depósito de tamales, cada vez que devoraba uno, el coro de curiosos lo “cantaba”: ¡uno! ¡dos! ¡cinco! ¡trece! ¡diecinueve!... como en el bingo.
Al enfrentarse al tamal número 20, Panchito pidió permiso al vendedor para pasarlo por los restos de carne, olvidados ya en la bandeja, y lo despachó también, después  regó todo ese condumio con dos botellas de ron y el sueño o la pesadilla le duraron hasta clarear el alba del siguiente día.
Así son muchas de las experiencias gastronómicas de Panchito.

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