Vivir en una casa sin
salida a la calle o cuya salida sea un poco lejos de la vivienda representa un ejercicio de tranquilidad y de
sosiego aún cuando no siempre uno pueda apreciar de inmediato a lo que ocurre
en la vía pública.
El número 316 de la calle Manuel del Socorro, donde
resido, guarda estas características sumadas a otra que lo hacen un tanto
singular: delante hay un amplio espacio donde de niños jugábamos, lo mismo de
día que de noche, hembras y varones; pero siempre bajo la premisa de un respeto
casi ciego a los mayores.
Después de más de seis décadas nuevos niños,
adolescentes y jóvenes se congregan allí para jugar e incluso algunos para molestar,
otros profieren malas palabras y a veces se han llegado a los golpes, lo que
ocasiona el oportuno regaño de los
vecinos más inmediatos y que la delegada del Poder Popular alertara a los padres
acerca quienes juegan en la vía pública con sus consiguientes peligros.
El colmo es que
el último viernes, Eduardo un sexagenario viudo desde hace unos meses se refugiaba, como siempre, en su música de los
años 60 y 70 del pasado siglo y a alguno de los muchachos se le ocurrió burlarse
de las letras de las canciones en unas parodias discordantes cantadas a voz en cuello, coreadas por sus camaradas
pusieron una fea nota en la tarde.
Es oportuno decir que la acción fue oportunamente
repudiada por varios mayores y Guille, el más cercano a la pequeña plaza, los
expulsó de ella, con la aprobación de los demás colindantes.
Este hecho local ilustra de cómo los padres tienen el
deber de velar por todo lo que hacen sus hijos, que como menores necesitan el
apoyo moral, material y espiritual, pero también la contención y el regaño oportunos
para corregir conductas y que la relación entre generaciones no sea chocante
sino armónica y llevadera.
Porque los de mi tiempo no éramos santos y hacíamos
también nuestras maldades siempre que no
hubiera una persona mayor, porque sabíamos qué podía costarnos una queja y “cuidaíto”
con replicar o mirar mal después al
quejumbroso pues después, en casa, venía la reprimenda o el bofetón que hoy
muchos critican, pero que, cuando oportuno, era un instrumento didáctico como
la chancleta-terapia, aun cuando soy enemigo del castigo físico.
De los padres depende que no existan tantas conductas
desajustadas como vemos hoy día. He dicho.
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