Bolsonaro, entonces candidato a la presidencia de Brasil, durante un evento militar en São Paulo en mayo de 2018. Foto: Nelson Almeida/Agence France-Presse — Getty Images |
Un
hombre honrado y artista conocedor,
augura un futuro inmediato de color gris
con pespuntes negros a los hermanos del Gigante sudamericano tras las
elecciones de este domingo.
“Brasil no es para principiantes”, decía
Tom Jobim, compositor de “La garota de Ipanema” y uno de los músicos más
importantes de Brasil, a quien podemos agradecerle el hecho de que los amantes de la música en
todas partes deban pensarlo dos veces antes de clasificar el pop brasileño como
“música del mundo”.
Cuando le dije la frase del maestro a un amigo estadounidense, él replicó:
“Ningún país lo es”. Mi amigo tenía algo de razón. En cierta forma, Brasil
quizá no sea tan especial.
Ahora mismo, mi país está demostrando ser una nación
como muchas. Al igual que otros Estados del mundo, Brasil se está enfrentando a una
amenaza de la extrema derecha: una tormenta de conservadurismo populista. Nuestro nuevo fenómeno político, Jair Bolsonaro, el candidato
favorito para ganar la elección presidencial del domingo, es un capitán
retirado del Ejército brasileño que admira a Donald Trump, pero que en realidad
se parece más a Rodrigo Duterte, el líder autócrata de Filipinas. Bolsonaro apoya la venta irrestricta de armas de fuego, propone que haya
una presunción de defensa propia si un policía mata a un “sospechoso” y declara
que un hijo muerto es preferible a uno homosexual.
Si Bolsonaro gana la elección, los
brasileños pueden esperar una oleada de terror y odio. De hecho, ya se ha
derramado sangre. El 7 de octubre, uno de los
simpatizantes de Bolsonaro apuñaló a mi amigo Moa do Katendê, músico y maestro de
capoeira, en el estado de Bahía por un desacuerdo político. Su muerte dejó a los
habitantes de la ciudad de Salvador con dolor e indignación.
Recientemente, he estado pensando en la década de los ochenta. Grababa
discos y daba conciertos con entradas agotadas, pero sabía lo que tenía que
cambiar en mi país. En esos años, los brasileños
luchábamos por tener elecciones libres después de más de veinte años de
dictadura militar. Si entonces me hubieran dicho que algún
día elegiríamos como presidentes a personas como Fernando Henrique Cardoso y
después a Luiz Inácio Lula da Silva, me habría parecido un sueño inalcanzable. Pero luego sucedió:
las elecciones de Cardoso en 1994 y de Lula da Silva en 2002 tuvieron una
enorme carga simbólica. Demostraron que éramos una democracia y contribuyeron a
cambiar nuestra sociedad al ayudar a millones de personas a salir de la
pobreza. La ciudadanía brasileña adquirió un mayor respeto por sí misma.
Sin embargo, a pesar del progreso y la aparente madurez del país, Brasil, la cuarta democracia más grande del mundo, está lejos de tener
una democracia sólida. Hay fuerzas oscuras, tanto en el interior
como en el exterior, que nos están haciendo retroceder y hundirnos.
La vida política del país ha estado en
decadencia desde hace tiempo: primero, una recesión económica; después, una serie
de manifestaciones en 2013; más tarde, la destitución de la entonces presidenta
Dilma Rousseff en 2016 y, finalmente, un escándalo de corrupción enorme que
llevó a muchos políticos, incluyendo a Lula da Silva, a prisión. Los partidos
de Cardoso y Lula quedaron gravemente afectados y la extrema derecha vio una
oportunidad.
Muchos artistas, músicos, cineastas y pensadores se
encontraron en un ambiente de ideólogos reaccionarios que —a través de libros,
sitios web y artículos periodísticos— han desacreditado los esfuerzos para
superar la desigualdad al equiparar las políticas socialmente progresistas con
una pesadilla parecida a Venezuela. También han propagado el miedo de que los
derechos de las minorías van a socavar los principios religiosos y morales, o
simplemente han adoctrinado a las personas a la brutalidad a través del uso
sistemático del lenguaje despectivo. El ascenso de
Bolsonaro como una figura mítica cumple con las expectativas que ese tipo de
ataque intelectual creó. No es un intercambio de argumentos: aquellos que no
creen en la democracia actúan de manera insidiosa.
Los principales medios noticiosos han
optado por mitigar estos peligros, lo que ha resultado
favorable para Bolsonaro, porque las elecciones se han descrito como
un enfrentamiento entre dos extremos: por un lado, el Partido de los
Trabajadores que podría guiarnos a un régimen comunista autoritario y, por el
otro, Bolsonaro, quien combatirá la corrupción y hará que la economía sea
amigable con los mercados. Muchos miembros de los
medios más establecidos ignoran de manera deliberada que Lula respetó las
normas democráticas mientras que Bolsonaro ha defendido en repetidas ocasiones
la dictadura militar de las décadas de los sesenta y setenta. De hecho, en agosto
de 2016, durante el juicio político a Rousseff, Bolsonaro dedicó su voto para
destituirla a Carlos Alberto Brilhante Ustra, quien dirigió un centro de
tortura en los setenta.
Como figura pública en Brasil, es mi
deber tratar de esclarecer los hechos. Ahora ya soy viejo, pero en los años
sesenta y setenta era joven, y recuerdo todo. Así que debo hablar.
A finales de la década de 1960, la junta militar arrestó y encarceló a
muchos artistas e intelectuales por sus ideas políticas. Yo fui uno de ellos,
igual que mi amigo y colega Gilberto Gil.
Gilberto y yo pasamos una semana cada uno en una celda sucia. Después, sin
explicación alguna, nos trasladaron a otra prisión militar, donde pasamos dos
meses. Luego estuvimos en arresto domiciliario durante cuatro meses hasta que,
finalmente, nos exiliamos, y así permanecimos dos años y medio. Había otros
estudiantes, escritores y periodistas encarcelados en las mismas celdas que
nosotros, pero ninguno fue torturado. Sin embargo, por las noches escuchábamos
gritos. Tal vez eran presos políticos sospechosos de tener vínculos con grupos
de la resistencia armada, según el Ejército, o quizá eran simples jóvenes
pobres a quienes habían atrapado robando o vendiendo droga. No he podido
olvidar esos sonidos.
Algunos dicen que las declaraciones más despiadadas de Bolsonaro son solo
una pose. Es cierto que suena muy parecido a muchos brasileños comunes y
corrientes, y está manifestando abiertamente la brutalidad superficial que
muchos hombres piensan que deben ocultar. Pero el número de mujeres que votan
por él, en todas las encuestas, es mucho menor al de los hombres. Para gobernar
a Brasil, Bolsonaro tendrá que enfrentarse al Congreso y a la Corte Suprema,
así como al hecho de que las encuestas muestran que una mayoría más amplia que
nunca de brasileños opina que la democracia es el mejor sistema político.
Usé la frase de Jobim —“Brasil no es
para principiantes”— para darle un toque de humor a mi perspectiva de nuestros
tiempos difíciles. El gran compositor lo decía con ironía, pero expresó una verdad y destacó
las peculiaridades de nuestro país: una nación gigantesca en el hemisferio sur,
con una mezcla racial intensa y la única del continente americano donde se
habla portugués como idioma oficial. Amo Brasil y creo que
puede aportarle nuevos colores a la civilización; creo que la mayoría de los
brasileños lo aman también.
Muchas personas han dicho que planean
irse a vivir al extranjero si gana el militar retirado. Yo nunca he querido
vivir en otro país que no sea Brasil, y ahora tampoco quiero hacerlo. Ya me
obligaron a vivir en el exilio una vez. No volverá a pasar. Quiero que mi
música, mi presencia, sean una resistencia permanente ante cualquier rasgo
antidemocrático que pueda surgir del probable gobierno de Bolsonaro.
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