Desde mis años mozos (cuando
fui profesor novel), tropecé con una práctica que me puso a pensar, pues era un
fraude encubierto e ingenioso - eso es preciso reconocerlo - pero también era necesario combatirlo.
Era la década final de los
años 60 y las primeras de los 70 del pasado siglo, una época en que al registrar
los errores ortográficos comenzaron a descontarse con mucho más rigor en todas
las asignaturas.
Muchos estudiantes, en
lugar de aplicarse al estudio, quisieron
pasar gato por liebre y mantener sus calificaciones: vocablos con dificultades
ortográficas, digamos B o V los escribían con cualquiera de ellas
y después pasaban por arriba con la otra, al revisar los exámenes, y señalar el yerro, alegaban
haber escrito lo correcto.
Para cortar de cuajo con
la “habilidad”, los docentes comenzamos a restar como errores donde había la
duplicidad, ya que si no estaban seguros, era falta. Eso, junto con las medidas
de darnos de lleno y entregar a los chicos al estudio de las reglas
ortográficas, la ejercitación mediante mucha lectura silenciosa u oral, y la comprobación
mediante infinidad de dictados, permitió minimizar la práctica deshonesta y ponerlos a
estudiar.
Utilizamos incluso juegos
de palabras para enseñar ortografía y redacción, ejercicios con sinónimos,
homónimos… que fueron comunes en los años 40, unidos a las nuevas obras de corte
revolucionario más modernas, científicas y asequibles, propiciadas por el
Ministerio de Educación, lo cual, a la postre, mejoró nuestra propia redacción
y estilo y, por ende, las de los educandos, valga este ejemplo:
“Vaya a la Valla Bayamo y
tráigame la yegua baya que está amarrada a la valla y se está comiendo las
bayas del otro lado de la valla”.
Hoy, en el Comercio, con
las nuevas formas de gestión económica y ante el trabajo de los inspectores, que
por lógica se tecnificará y enraizará con la Ley de protección al consumidor,
hemos visto algo similar a lo practicado por nuestros antiguos discípulos.
Los precios de los
productos, por ejemplo la libra de yuca parece costar un peso, pero cuando el
cliente pide cinco libras y pretende abonar con un billete equivalente, el pícaro
vendedor le aclara “¡Son diez pesos!,
aun cuando todo indica a la vista que aquello es un guarismo mal trazado.
Debíamos ser tan
desconfiados como un gallego que frecuentaba nuestro barrio San Juan, y cuando
comía en una fonda o lo invitaban, invariablemente
pedía un
revoltillo que siempre le parecía poco, él se quejaba… “¡Es de dos huevos!”,
ripostaba quien cocinara, “¡Pues échele tres para que parezcan dos!”, concluía
el peninsular.
Comparemos: Si la mala ortografía
es una enfermedad de transmisión textual, como dicen algunos internautas, y se
remedia con estudio, mucha práctica y con rigor a evaluar… entonces el timo, la
trampa, el escamoteo… son enfermedades
de trasmisión social y ahí está la nueva ley para contrariarlas y, en el mejor
de los casos, curarlas, pero ella no se aplica sola: para que se concrete,
todos debemos ser actores.
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