domingo, 25 de octubre de 2015

Vivencias de un mal pescador



El pescado es mi carne preferida, no importa si procede del mar o de cualquier fuente fluvial.
En el segundo de los casos, porque de muchacho conocí las biajacas con sus masas blancas y olorosas y las truchas un poco menos gustosas, pero igual de sanas; eso fue antes de que los ríos fueran represados para aprovechar mejor sus aguas y prevenir desastres como aquel inenarrable ciclón Flora de 1963.
Después, el sabor a fango del fondo de los embalses se trasladó a los peces, pero como  los cubanos “no comemos miedo”, (perdónennos el poquito de chovinismo) empezamos a bañarlas en leche, en café con leche, en limón y naranja agria para rescatar la mayor parte del sabor original y en el jamo cayeron tilapias, tencas y hasta clarias con su sobrevida fuera del agua, de las cuales nos vengamos por “depredar” nuestra fauna endémica de agua dulce.

Ya adolescente, intenté junto a mis camaradas de secundaria básica acorralar los peces con varas para después cogerlos a mano, pero eso es la mar de difícil y aunque llegué a agarrar alguno, se me escapó cuando  ya lo pensaba en la sartén.
Después con anzuelos se me pegaban solo bebés de algunas especies,  que se me daban fácilmente y cuando tenia una ensarta de tres o cuatro decenas corría a casa para freírlas tanto que parecían chicharrones, exquisitas con potaje y arroz blanco.
Eso era un desquite con las especies mayores  que intenté “anzuelar” en las presas Cauto y Pedregales, pero con poquísimo éxito pues cuando una picaba se me disparaban los nervios y corría loma arriba y como es lógico pocas veces logré la atrapada.
Me fue mucho mejor en la presa Buey en la precordillera de la Sierra Maestra pues aunque fui ineficiente con el anzuelo, el arpón y las redes fueron más fructíferos, aunque muchos piensen que eso es coger los bichitos a traición… entonces las ensartas eran fabulosas, lo cual no tiene mucha  gracia para el pez,  en el duelo de astucia entre ellos y  yo, siempre llevé las de perder.
Venero al pescado, ¡qué desastre para un mal pescador! Por eso cada vez que visito la costa granmense procuro comerlo y llevar a casa porque en Bayamo eso se hace difícil.
Cuando entro a un bufet lo busco rápidamente y cuando me he alojado en una instalación turística quizás pruebe otra cosa, pero es primer, segundo, tercer y cuarto  bate en todas las comidas y muchas veces sin acompañamiento, solo eso hervido, frito asado,  en escabeche o en salsa… en fin de todas las formas posibles y a veces me he aventurado con el crudo, pero con los brotes de cólera eso pertenece al olvido.
Mi afición por estos hijos de las aguas no nació ayer: pertenece al pasado-pasado, cuando chico me salvé de la “vegetarianidad” gracias al huevo y las dosis diarias de pescado, menos los domingos en que me obligaban al arroz con pollo.
Un chinito llegaba con su carretilla llena de hielo y una pesa de reloj a vendernos “un colola´o” (rabirrubia) una  liseta  y a veces un parguito que me servía para almuerzo y comida, según previsión de mi  difunta vieja, entonces joven y bella.
En mí se cumple una fórmula casi excluyente: mal pescador, pero excelente degustador.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Este es mi amigo es el matatán del pescado