En Cuba llamamos al carrusel de modo genérico: los caballitos, esté dentro o fuera de un parque de diversiones.
Cada
vez que he paseado a mis hijas, a mis nietos o a un sobrino político y termino
en el carrusel o en diversos aparatos de un parque infantil, disfruto
el momento aunque bajar del ruedo sea
una odisea porque me marea y el cansancio se vuelva aterrador al volver a casa.
Como
es lógico, los recuerdos me llevan a mi infancia cuando los caballitos eran
ubicados en un inmenso terreno cercano al ferrocarril, tan grande que a
veces confluían allí un circo y los aparatos
de ese parque de diversiones portátil, sí…porque de acuerdo con diversas festividades marchaban de pueblo en
pueblo haciendo una zigzagueante vuelta a Cuba que llenaba de alegría a niños y
adultos.
Entonces
eran lo más lujosos posible de acuerdo con el bolsillo de los dueños, pero
todos tenían dibujos alegóricos a la niñez y había espejos altos que doblaban
la luminosidad de los bombillos incandescentes y la música era de un órgano
cuyos timbales remarcaban la melodía y los tiempos de parada como en un aviso de última vuelta en una
carrera de atletismo.
Después
fueron nacionalizados y aquí quedaron los actuales en un sitio nombrado precisamente así y como
todo se democratizó, también ocurrió con esto cuando la entrada fue gratis y el
parque se llenaba hasta el tope y había que hacer inmensas colas para dar una
vuelta por lo que los niños se cansaban y muchas veces pedían regresar a casa después
de disfrutar muy poco.
Fueron
desapareciendo espejos y bombillos y la pintura se desvaía con los meses cuando
el llamado período especial.
Más
tarde, se retomó el cobro por un precio módico, la gente reaprendió a cuidar y aunque no del todo, también se fue mejorando un poco
la imagen y la innovación permitió dar de alta a equipos casi dados por muertos, pero hasta
ahora no han podido rescatar la estrella o los candados que en otros sitios también
se llaman rueda de la fortuna.
La
música es otra, grabada, pero afortunadamente con temas infantiles
y ya eso es un logro.
Escribo
estas línea con el cuerpo molido de montar a Alejandro (dos años y medio pero
que pesa como la mano de un pilón y de cuidar a Diego mis nietos más pequeños (en
alternancia con mi esposa) y paree que hoy me siento los 65 porque cada vez que
debí subir en peso al primero por la escalera
de la canal (tobogán) parecía estar
practicando halterofilia.
De
todos modos ir a los caballitos es un ejercicio para la mente y el espíritu y si
ya hemos dejado adelantado el almuerzo solo nos resta ponchar la “arrocera” calentar
lo calentable y descansar lo que queda del domingo.
Esos
si los nietos, incansables, nos dejan.
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