El viernes último, al atardecer, nació Diego Alexander, mi cuarto nieto, y como siempre que hay un niño nuevo, en este
hogar todo es una locura, contando los viajes durante varias veces al hospital,
desde que ingresaron a la madre, cuando
entró en
trabajo de parto, las llamadas y preguntas de vecinos y amigos, hasta una
especie de borrachera colectiva que nos
tiene un poco al borde de un sabroso colapso.
Tan así es que
muchos conocidos se aparecieron a
las inmediaciones del salón de parto y desde allí vigilaron para que no los
botaran hasta que Carmen Luisa y Diego llegaron a la sala., por eso fuimos unos
cuanto quienes le dimos la bienvenida al mundo.
Ya
hoy llegaron a la casa en el consabido bicitaxi, acompañados por Carmen,
la abuela, y escoltados el padre con un conductor que sabía muy bien que
llevaba una carga preciosa y actuó con
una prudencia ejemplar.
Imaginen
la algarabía de los vecinos al saludar al nuevo vecino, después llegaron otros abuelos
y tíos y el hombre ha seguido un plácido sueño, reparador del cansancio del
trabajo de nacer, interrumpido solo para “dárselo” de leche maternizada a la
espera de que su mamá sea justamente eso, cuando la savia nutricia baje a sus pechos.
Diego
Alexander es el cuarto nieto, mi esposa y yo lo celebramos por lo grande y la
gente dice que eso se debe a que nació de la hija más pequeña, pero no es así: quienes
me conocen saben que mi larga descendencia,
compuesta por tres hijas y cuatro nietos es para nosotros un tesoro inestimable.
Ya
brindamos con el aliña’ o, una bebida tradicional en los nacimientos casi exclusivamente en el Oriente cubano y que solo bebo tomo cuando
nacen mis nietos. Brindemos por ellos.
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