Pocas veces esta página acoge opiniones
ajenas, pero tal es la hondura, actualidad y pertinencia de una de las
publicadas este domingo en el diario cubano Juventud Rebelde que sin dudar la “reblogueamos”.
Dos orejas y una boca
Ricardo Ronquillo Bello
A veces olvidamos el tesoro que significa
para la política el secreto de la gran sabiduría. Ese que deja como moraleja la
fábula del Rey Momo, el monarca que cuestionado por un sirviente sobre sus
dotes, respondió humildemente: «Muy sencillo. Tengo dos orejas y una boca, así
que escucho dos veces y hablo solo una».
Lo recordaba mientras la intelectual
Graziella Pogolotti insistía, en el espacio Catalejo de la Unión de Periodistas
de Cuba, en la importancia de escuchar y escucharnos; deshacernos de esa
sordera «respondona» con la que nos parapetamos a veces en puntos de vista
particulares, como si la madre natura hubiera creado las orejas solo para
oírnos, en vez de a los semejantes; o como si ese milagroso agujero fuese una
invención para el eco de nuestras altisonancias o prejuicios.
De tanto oído de «mí mismo», como se
decía frente al espejo el Lindoro de Deja que yo te cuente, algunos siquiera
llegan a «entender nada», como la ortodoxa contrincante de Carmela, la
cubanísima y humanísima maestra de la película Conducta, que deja patidifusos a
sus inquisidores.
La inhabilitación auditiva hace que en
oportunidades algunos funcionarios parezcan estar en las reuniones como
«pesca’o en nevera», atentos, no a los razonamientos de lo que se dice, sino a
los suyos para rebatir a quienes pretenden «poner la cosa mala». Dejan pasar el
ruido, pero no escuchan.
Lo más lamentable es que para ellos todo
lo que se sale del «redil» se convierte en un «ruido» extraño en el sistema, y
no solo en el auditivo; porque lo que comienza por esas extensiones tan
singulares del cuerpo termina en zonas más profundas y comprometedoras: por
atrofiar el cerebro y hasta el sistema social; y esto es lo más riesgoso,
porque el engranaje de este último depende de una armónica conexión entre unos
y otros.
Por ello es tan importante subrayar, como
lo hizo Raúl a 55 años de la Revolución, que los dirigentes de hoy y las
generaciones de líderes revolucionarios del mañana deben tener el oído pegado a
la tierra, que en nada se parece a esa actitud de algunos de «tirar el cable a
tierra», o de intentar situar el cable en la sintonía de su conveniencia.
En la medida que el país se adentra con
la actualización en un escabroso terreno de prueba y error, se hace más
perentoria la urgencia de despojarse de cualquier orejera, para tener bien
abiertos los oídos. Porque aunque pareciera que la enajenación es un problema
de «los de abajo», de conglomerados o espacios sociales marginales, puede
incubarse a diferentes alturas o niveles.
El mismo Raúl abordó, en la última sesión
del Consejo de Ministros, la importancia de confrontar opiniones, de estar
atentos a la rectificación y a la crítica con las disposiciones que adopta el
país; algo solo posible si, como en otra célebre moraleja, respetamos al «flautista
o a los flautistas de Hamelin», esos que con su «extraña melodía» pueden
salvarnos de que los ratones nos devoren la casa, para hablar metafóricamente.
El socialismo hacia el que procuramos
avanzar no puede olvidar la concepción guevariana de que el fin último de todos
nuestros propósitos es liberar al hombre de toda enajenación; lo cual demanda,
como fundamentan sustanciosas investigaciones sociales, rescatar un auténtico
sentido de participación y control popular y ciudadano, desgajando esos conceptos
de cualquier formalismo.
Porque la burocracia es mucho más que una
sobredosis de oficinas y funcionarios ineptos. Una vez crónica, se convierte en
conducta, en filosofía determinante del pensar y el actuar. En ese grado
paraliza, decepciona, tergiversa; trastoca la sensibilidad en abulia y la
acción en reproche.
Y el burocratismo y las actitudes
burocráticas empiezan y terminan muchas veces, como reza la sabiduría popular,
por tener ambas orejas, pero estar más sordos que una tapia.
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