Cuando el agua brota límpida y
fuerte de un manantial bendecimos el
chorro que puede mitigar la sed y calmar el calor abrasador.
Al igual, agradecemos cuando las cañerías
de la red hidráulica la transportan
desde los acueductos hasta la llave y, ya allí, la utilizamos de mil maneras diversas.
Esos son los surtidores de signo
positivo; pero ellos como todo, o casi todo, tienen su contraparte, una especie
de antónimo, si jugamos un poco con la lengua materna.
Esta afirmación responde a que existen
chorros diametralmente opuestos a los reseñados y una gama de ellos contiene a
los que vierten las aguas servidas, albañales, en fin sucias.
Desastroso es cuando estas caen con fuerza desde las
casas, muchas veces en pisos altos hacia
las calles y aceras, salpicando, contaminando.
Esto ocurre específicamente cuando los
moradores de los inmuebles de marras, u ocupantes de establecimientos estatales, no tienen la más mínima idea de que
ofenden a la higiene y las buenas costumbres, o cuando por desventura, eso no les importa un comino, aunque cometan
una contravención que pudiera generarles algún correctivo.
A veces los chorros de aguas usadas
obligan a sortearlos con la pericia y el
riesgo asumidos por los soldados cuando esquivan las balas de ametralladora en
pleno combate.
En otras ocasiones cuando la invasión no
solo es privativa de las aceras sino que tubos más largos mandan el líquido a
un tercio o al medio de la calle mojan por igual a ciclistas y choferes, y comprometen la seguridad vial.
También deben atenderse las filtraciones que con menos fuerza
pero también “bajan inmundicias” desde arriba.
Otra variante es cuando alguien arroja el
contenido de un fregadero directamente a la vía pública y sin mirar, así
también agrede.
Puede que el agua de las placas tras la lluvia aparezca cristalina, pero es
notable que arrastra todo tipo de impurezas, tan enemigas como pueden ser las asquerosas a que aludíamos, pero en el
momento crítico nadie va a ponerse a discriminarlas, solo atinará a huirles.
En la década de los años 50 del pasado
siglo, y desde mucho, antes la gente empotraba tubos de metal o barro resistente desde los tejados por toda
la fachada que morían en un huequito y todo quedaba resuelto, pero esta
práctica ha quedado casi en el olvido porque algunos aluden a la falta de los
materiales idóneos.
Pero… estamos en la era del plástico y
aquellos tubos de hierro fundido pueden ser sustituidos por otros de este último material que cuando son forrados con
una columnita de hormigón retoman las
características de los de antaño y, además,
eso los pone a resguardo de los amigos de lo ajeno.
Se impone que el ingenio popular haga lo
suyo y que esta forma de contaminación ambiental sea, al menos, minimizada.
Sí para que no nos ocurra como a Toñiquito, un señor de buen
vestir que fue alcanzado por un “palanganazo” de agua de fregar y quien
quitándose uno por uno los fideos del traje y el sombrero ripostó así :” No se
preocupe señorita, usted es más sucia
que el agua que me arroja”
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