Cuando el viajero inadvertido tuerce a la derecha en la carretera Bayamo Guisa, casi al llegar a este histórico poblado, ni siquiera adivina que marcha al paraíso.
Sí, porque al
principio solo verá las consabidas construcciones de las cooperativas y el
paisaje bastante seco en esta época del año, que solo se ver salpicado de
cuando en cuando por una casita campesina, que por allí no responden al cliché
que se tiene de ellas: yaguas o tablas para las paredes y guano por techumbre.
Pero justo al
llegar a una bifurcación y, por una elevada carretera, se ve el arroyo Cupaynicú
que le da nombre al jardín botánico que comparábamos con el del Edén.
Allí cualquiera de
los guías puede conducirlo por cerca de una hora mostrando las maravillas de la
vida vegetal encerradas o libres en unas cuantas hectáreas de terreno.
Si por suerte le
toca Juan Ariel, un cuarentón con la
pinta de Joan Manuel Serrat, pero en una versión más gruesa y criolla, a pesar del
frenillo que por acá llamamos a veces “media lengua” le irá descubriendo las
maravillas frutales, maderables, las especies en peligro de extinción, las
amenazadas, le deleitará con las orquídeas , los musgos, las hiedras… El viaje
es largo, pero se recorre en un santiamén, por eso cuando termina el público quisiera
más.
El que no sabe,
aprende, y quien conoce de Botánica, aprende un poco más, gracias a las preguntas
ora capciosas, ora retóricas de Juan Ariel que acto seguido explica el concepto
con profusión y amenidad.
Puede el
visitante, si pasa de las cinco décadas, reencontrarse con viejos conocidos
como el caimito blanco o morado, el níspero y otras sapotáceas que si no tuvo suerte
o previsión, sus hijos y nietos jamás sospecharían que existieran. También conocerá
que la güira es en realidad una calabaza y no la apreciada cucurbitácea que
jocosamente decimos que no es fruta ni vianda.
O podrá apreciar
las numerosas especies de palmas criollas o importadas, o ver especies únicas hospederas
de inquilinos trepadores o alados muchos de los cuales solo han sido vistos en libros por la mayoría de los
mortales.
El ojo se
deleita en el viaje que va de lo soleado
a lo umbrío, del calor a esa frescura y humedad que, sin escatimar, solo nos pueden
dar los bosques.
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