Cuando un consumidor adquiere cualquier tipo de tubérculos, esos
tallos subterráneos que van en un ancho abanico de formas y variedades, e
incluyen las hortalizas y las denominadas viandas, está asumiendo varios
riesgos.
No es una exageración: primero debe empuñar un cepillo de fuertes cerdas y, en el supuesto caso de
gozar del privilegio de tener agua corriente, bajo un generoso chorro de agua, tratará
de sacar en claro qué esconde ese revestimiento.
Si el vital líquido le llega de otra forma, pasará más trabajo, pero no
debe soslayar la higienización.
Sí, porque en el caso de las viandas, debajo del manto mugroso uno no
sabe qué va a encontrar; por ejemplo, si son boniatos, allí mismo puede estar
agazapado el tetuán o popular negrojuío, pues esa y otras viandas y hortalizas
pueden tener pedazos descompuestos que uno ni siquiera sospecha.
Otra cuestión radica en el peso. Cuando usted, amigo lector, quita todas
esas impurezas, está perdiendo onzas o gramos, como prefiera, y eso marcha en
proporción directa, pues mientras más libras usted compre, más libras de
impurezas está pagando, aunque esto último parezca un contrasentido.
Si nos detuviéramos a analizar los años que lleva usted comprando dichos
alimentos, pronto caerá en le cuenta de que ha sido estafado, timado o como
quiera llamarlo, pero casi nunca el consumidor apurado nota esa pérdida.
Ya en este caso la tierra no es la Pacha Mama, esa diosa nutricia, esa
entidad maravillosa de los indígenas de buena parte de Nuestra América que
provee de toda la vida vegetal y que, con gran respeto, es continuamente
venerada; no, esta otra se convierte en enemiga por obra y gracia de algún “vivo”
que hace tiempo cayó en la cuenta de que
esa era una forma de trabajar menos y de paso ingresar más.
Con respecto a beneficiar esos comestibles, Neris un campesino amigo,
relataba en una reunión familiar que su padre, cuando enviaba a “los muchachos”
a buscar productos al campo, para vender o para la casa les exigía que estos llegaran limpios desde el surco, por eso en un
arroyito de la finca, junto con sus primos, cumplía ante todo ese elemental
deber de aseo y desinfección.
¿No podría hacerse ahora cuando hay más recursos, y si no bastara con el
personal encargado de recolectar, contratar a alguno adicional, con lo que se
generaría más empleo y ganancia en todo sentido?
Porque, es precisamente en el campo donde se inicia una cadena que, de
ser correcta, llevará a nuestros bolsos desde placitas y mercados una mercancía
que no embarraría, que pudiera apreciarse en todo su esplendor o con eventuales defectos, pues eso sería
respeto al pueblo, aquel famoso y tan completo sinónimo de la calidad.
Al principio destacaba la palabra consumidor, porque en este caso no es
sinónimo de cliente o parroquiano; en ella percibo una sutil diferencia que nos
hace vulnerables, que nos hace un poco más propensos al maltrato, en cualquiera
de sus formas.
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