Faltar a clases injustificadamente es un
pecado de lesas ilustración-educación, pero cuando se desempeña el rol del
protagonista uno no lo ve así.
Hagamos un poco de historia: en España
como herencia del lenguaje taurino se usa “hacer novillo”, frase curiosamente importada
a Cienfuegos; Yaguajay, en Sancti Spíritus y Chambas y Morón, estos dos últimos
municipios de Ciego de Ávila, según
investigación del autor cubano Fernando Carr Parúas, quien también afirma que hay
más de 25 formas reportadas en nuestro país para expresar “brillar por la
ausencia en las aulas”.
Como aquí en la provincia de Granma
tenemos una forma específica para denotar el hecho ya había indagado al
respecto en la red de redes: además del novillo de marras en la parte hispana
de Península se usa “hacer campana”, en Cataluña,
“hacer manta o capona” en Extremadura; en Galicia, “latar”; en Canarias, “hacer
o pegarse la huyona”, en Murcia “fumarse la clase” y en Madrid “hacer pellas”.
En nuestro subcontinente, en Ecuador por ejemplo, es “echarse la pera”, en Argentina,
Paraguay y Uruguay “hacerse la rabona”, en México “irse de pinta” y en Venezuela
“jubilarse de clase”; en el esto de los países
hispanohablantes hay muchas variaciones
sobre el mismo tema.
Pero volvamos a Cuba: en casi toda la
provincia de Granma el ausentismo a clase se generaliza como “comerse la guayaba”, aun cuando algunas personas, sobre todo de cierta edad, todavía
sustituyen el sabroso fruto del guayabo por
el desabrido del guásimo.
Pues bien, el gestor del Pincel Costumbrista era un guayabero de marca mayor que pasó casi toda su
enseñanza secundaria faltando a clases y que de ese modo se leyó los 20 tomos
del Tesoro de la Juventud, y muchas obras de la literatura universal, en una
pequeña pero bien surtida biblioteca del centro unificado 21 de Octubre.
También asistía a cursillos de historia del arte en la
biblioteca provincial en las noches cuando debía estar estudiando, se hizo
herrero teórico mirando y ayudando -cuando lo dejaban- en un taller cercano a la escuela, donde la fragua y el
fuelle eran manuales y uno de cuyos forjadores, con cerca de un siglo, todavía anda
y desanda kilómetros hasta su casa de El Almirante, en las afueras de Bayamo.
Asumiendo la primera persona también me hice carpintero en la misma
modalidad teórica y traté infructuosamente de aprender a bailar con mis compañeras.
Comerme la guayaba se convirtió en un
vicio, parece que quería llegar a campeón olímpico de natación y me escapaba un turno
o dos de clases y aun en invierno me iba
a practicar en el río de Bayamo, y quedaba enfrente del colegio, también quise
ser campeón de equitación tomando “prestados” los potros de finqueros vecinos,
después volvía molido, o acaso no volvía a sentarme junto a mis camaradas.
No es que deba darle un acabado didáctico
a la historia pero la holganza me pasó la cuenta y tuve que repetir algunos
cursos, pero sin saberlo me estaba preparando para asumir mi carrera como
profesor de literatura que tan temprano y casi en sueños había
abrazado.
Claro, en esa posición siempre traté de
darles una atención a los “guayaberos” para que no repitieran mi historia y lo nocivo de estas prácticas, pero nunca desde
posiciones de fuerza sino desde el convencimiento.
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