domingo, 10 de febrero de 2013

Caballitos dulces

Cuando abrí mis ojos al mundo, los caballitos de queque (como el dinosaurio de Augusto Monterroso*) todavía estaban allí, pero por supuesto, no los descubrí hasta años más tarde.

Entonces, en las tiendas y vendutas de mi barrio proliferaban esas delicias a las que uno, con los dientes, podía amputar partes de la cabeza o de cada una de las patas, (eran mochos o tocolos, como decimos por acá a los animales que carecen de rabo).

Los caballitos eran requeridos y/o anhelados por niños y adolescentes, pero asimismo repudiados por las madres de los melindrosos o por aquellas que, en referencia a la higiene, siempre tenían en los labios la consabida frase: “Sabe Dios como los hacen”; además eran casi siempre acompañados por una botella de pru, exquisito refresco criollo (el sacrosanto Champán de bejucos), cuyos detractores aseguraban era colado en calzoncillos o medias usadas.

Inexplicablemente, nunca me dio el olor a masa recién horneada porque, al menos los caballitos consumidos en la calle Manuel del Socorro, del barrio bayamés de San Juan, se preparaban en la acera de enfrente a mi modesto domicilio.

Eso lo supe cuando teniendo de compañero a mi amigo Lito, pude acercarme al santuario donde su padrino, el viejo Antonio Orozco, partía la masa con el filo de un equino de metal y los recortes eran compartidos con contados amiguitos del ahijado, pues el padrino “no quería saber de muchachos”.

Tampoco era amigo de saludar, siempre lo vi hosco (cualquier semejanza fonética con el apellido era pura coincidencia), llevando su mercancía a los más de 20 establecimientos de esa larga vía, antes conocida por Ma´Sabina.

Por cierto, al santuario de Orozco solo entraban Lito, su hermana Vanesa y el mayor de todos, René Luis, conocido por Pipi, a quien retratáramos en esta página bajo el título Preparando el enchilao, por el valor con que afrontara una grave dolencia y quien la víspera, en un accidente doméstico, sufrió una fractura de pelvis y hoy espera ser intervenido quirúrgicamente, sin costo monetario alguno, en nuestro hospital provincial Carlos Manuel de Céspedes.

Muy pronto espero compartir con él esta viñeta de nuestra infancia y que la evocación ayude también al restablecimiento.
(*) Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

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