domingo, 22 de julio de 2012

Conra

Era un azabache, los ojos bondadosos, dientes blancos, fuertes y la lengua roja hipnotizaban a los chicos de la escuela dominical de la iglesia protestante Los Pinos Nuevos donde, aunque no era pastor, ayudaba a difundir la palabra de Dios.

Era la encarnación de la decencia y finura sin afectación y sin olvidar su origen en uno de los barrios más pobres y, a retazos, marginal, de Bayamo.

Enseñaba valores con el ejemplo, entre ellos el amor a la familia… un día a la salida de la iglesia, en vísperas del Día de las Madres, nos llevó a mi prima Elisa y a mí a una tienda.
Con su sueldo humildísimo adquirió un obsequio para mi tía (así conocí el significado de la palabra) y también para que regalara a mi madre, un costurero rojo; cincuenta y tantos años después, mi hermana lo guarda con celo porque abrió a mi madre los caminos de las confecciones.

Como el hábito no hace al monje, Conra era el mismo elegante con su pantalón dominguero, camisa de cuello apretada con la corbata para asistir al culto o enfundado en un blanquísimo traje de saco de harina para repartir el pan del establecimiento donde trabajaba.

Lógicamente muchísimos en el barrio nos hicimos sus clientes.

Todas las mañanas nos despertaba un melodioso ¡panaderito! Y dejaba sobre el metro contador de electricidad, dos gardenias (especie de hogaza con forma de flor) envueltas en papel de seda. Eso era cerca de la acera y nosotros vivimos a 20 metros de ella. Una mañana sorprendió a un niño robando las gardenias y no lo reprendió: lo aconsejó sabiamente.

Jamás he vuelto a ver a Conrado (a quien con mi manía de trastrocar palabras le llamaba Roncado) pero a cada rato recuerdo su voz pausada desgranando sabiduría, hablando de Dios con los pies en la tierra y con mucha confianza en un futuro luminoso para Cuba.

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