domingo, 11 de diciembre de 2011

Recuerdo inmarcesible

Mi madre cumpliría esta semana 84 años; hace 24 que nos dijo adiós, pero mi recuerdo me la devuelve siempre viva como si anduviera por la casa moviendo su extrema y bella delgadez en un accionar indetenible.

La evoco entre sueños lidiando insomne con mi fiebre que nunca dejaba subir y por eso me congratulo al verla repetida en Carmen, mi mujer con Conchi y Luisa, en mi hermana con sus dos hijos malogrados y en Ariadna, mi hija mayor cuidando a sus retoños.

Pero vuelvo a Concha, mi madre, huérfana desde niña, sufrió maltratos y hambre por parientes sin idea de qué era amor, trabajó como doméstica en Bayamo, pero nada pudo doblegar una rebeldía nacida de honda raíz.

Solo pudo llegar al tercer grado y ese era uno de sus pesares, ya después que crecimos estudió hasta terminar la secundaria obrero-campesina y era una fiesta cuando llegaba con un papelito que la destacaba entre los mejores estudiantes semestre tras semestre.

“De haber tenido oportunidad habría sido profesora de Español”, decía entonces, y hubiera sido una excelente docente porque tenía didactismo y educación naturales que movían al asombro…

Por un gran aparato de radio Motorota, aprendí de ella a admirar la ópera y la llamada música culta y aunque le gustaba la bailable, pero heredé de ella ser zurdo de los dos pies.

De su voluntad ni hablar, no había acción emprendida a la que no viera el fin y como se había forjado en la adversidad antes y después de la Guerra si la situación empeoraba no vacilaba en hacer cremitas de leche o vender harina de maíz para ayudar al viejo, tabaquero, con la economía de la casa.

Ella fue la gestora de este hogar cómodo pero modesto… cuando cerró los ojos la había disfrutado bastante mi hermana y yo se la habíamos construido…el mayor premio que nos dio la vida fue retribuirle el amor que le inspiramos.

Me lacera que su muerte prematura no le permitiera amar a sus últimas nietas, mis hijas, y mis nietos pues le encantaba tener la casa llena de gente y “hacerles costuras a las niñas”.

No supe la magia o artimaña pero quien llegaba a tiempo o a destiempo siempre tenía un plato en su mesa como el Tío Alberto de Serrat.

De jovencita siempre alimentaba un loco o limosnero y después a alguien de lejos con quien conversaba en las largas colas del refrigerador, que por fin compramos.

Así era mi vieja con una alegría tal que solo la ensombrecieron los últimos días del cáncer que nos la arrebató a unos juveniles 59 años.

Por eso prefiero recordarla viva, chivadora, siempre haciendo algo útil y queriéndonos, y exigiéndonos, sin medida.

No hay comentarios :