Arcadia Salgado y Luis Pelegrín Blanco tuvieron una corta historia de amor. Vivían en su casita en las llanuras de La Sal, relativamente cerca del poblado de Veguita, pero en tiempos lluviosos la comunicación entre ambos sitios era casi improbable.
Ella era el prototipo de la galleguita con su tez blanquísima, baja estatura, hermosas
pantorrillas y una melenita castaña, muy
lacia, que llevaba con toda gracia, era de una dulzura memorable, decían sus
contemporáneos.
Luis, por su parte, sin poder podía esconder su ascendencia isleña de Gran
Canaria, mal genioso, era un hombre alto y fuerte de una tez blanca colorada y pelo alambrado, un típico
jabao criollo.
Tres hermanos de la familia Blanco se casaron con otras
tantas muchachas de la familia Salgado, mientras un varón Salgado los hizo con
una de las Blanco. Una mezcla usual en lugares donde habitaba poca gente.
Corrían los últimos años de la década de los años 20
del Siglo XX cuando Arcadia y Luis
Fidencio formaron familia; tuvieron tres hijos Concha, Consuelo y Luis
Fidencio y fueron felices un tiempo.
Con la separación vino la desgracia, ella tuvo un aborto, con importante pérdida de sangre, la
consiguiente infección se la llevó antes de que los médicos de Veguita pudieran hacer
algo por salvarla.
El viudo con sus tres hijos de cinco, tres y un año respectivamente fueron a vivir a la casa de la abuela materna, pero la Parca aún no estaba satisfecha: meses después, el tifus cercenó la vida también
a aquel recio campesino quien solo
pudo lidiar un tiempo con el luto y la orfandad de los chicos.
Ambos jóvenes fallecieron por enfermedades hoy
impensables como causas de muerte, el
atraso la ignorancia y la desidia cobraron sus jóvenes vidas.
Arcadia y Luis Pelegrín, mis abuelos maternos, murieron
en la flor de la juventud, fuera de todo cliché esa fue una verdad categórica.
Los chicos vivieron largo tiempo con la abuela Nicolasa
y ya, algo crecidos, fueron acogidos por
algunos tíos; las hembras por la más joven de las hermanas Blanco y el varón por uno de
los mayores de los Salgado.
Los huérfanos crecieron y lo hicieron en una alianza a prueba
de separaciones, Concha, mi madre, nos relataba, quizás como una forma de
fomentar el amor entre sus propios vástagos y en atención a su
condición de médium: “Una noche mi hermana Consuelo tenía miedo, quería que
durmiera con ella para protegerla, pero yo, egoísta, me negaba; de pronto sentí
un fuerte golpe y vi a mi padre, sombrero en mano desvanecerse por la pared de
madera.
“Ese día me juré que jamás volvería a ser egoísta”.
Ella duró 69 años y siempre cumplió aquella promesa y de
los pocos recuerdos atesorados de
nuestros abuelos y lo escuchado a sus parientes siempre los mantuvo vivos en el recuerdo de mi hermana Ileana y en el mío propio.
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