domingo, 1 de noviembre de 2020

Abuelos desconocidos

 Arcadia Salgado y Luis Pelegrín Blanco  tuvieron una corta historia de amor. Vivían en su casita en las llanuras de La Sal, relativamente cerca del poblado de Veguita, pero en tiempos lluviosos la comunicación entre ambos sitios  era  casi improbable.

Ella era el prototipo de la galleguita con su  tez blanquísima, baja estatura, hermosas pantorrillas  y una melenita castaña, muy lacia, que llevaba con toda gracia, era de una dulzura memorable, decían sus contemporáneos.

Luis, por su parte, sin poder  podía esconder su ascendencia isleña de Gran Canaria, mal genioso, era un hombre alto y fuerte de una tez  blanca colorada y pelo alambrado, un típico jabao criollo.

Tres hermanos de la familia Blanco se casaron con otras tantas muchachas de la familia Salgado, mientras un varón Salgado los hizo con una de las Blanco. Una mezcla usual en lugares donde habitaba poca gente.

Corrían los últimos años de la década de los años 20 del Siglo XX cuando  Arcadia y Luis Fidencio  formaron familia;  tuvieron tres hijos Concha, Consuelo y Luis Fidencio y fueron felices un tiempo.

Con la separación vino la desgracia, ella tuvo  un aborto,  con importante pérdida de sangre, la consiguiente   infección se la llevó antes  de que los médicos de Veguita pudieran hacer algo por salvarla.

El viudo con sus tres hijos  de cinco, tres y un año respectivamente  fueron a vivir a la casa de la  abuela materna, pero la Parca  aún no estaba satisfecha: meses  después, el tifus cercenó la vida  también  a aquel recio campesino quien solo  pudo lidiar un tiempo con el luto y la orfandad de los chicos.

Ambos jóvenes fallecieron por enfermedades hoy impensables  como causas de muerte, el atraso la ignorancia y la desidia cobraron sus jóvenes vidas.

Arcadia y Luis Pelegrín, mis abuelos maternos, murieron en la flor de la juventud, fuera de todo cliché esa fue una verdad categórica.

Los chicos vivieron largo tiempo con la abuela Nicolasa y ya, algo  crecidos, fueron acogidos por algunos tíos; las hembras por la más joven  de las hermanas Blanco y el varón por uno de los mayores de los Salgado.

Los huérfanos crecieron y lo hicieron en una alianza a prueba de separaciones, Concha, mi madre, nos relataba, quizás como una forma de fomentar  el amor  entre sus propios vástagos y en atención a su condición de médium: “Una noche mi hermana Consuelo tenía miedo, quería que durmiera con ella para protegerla, pero yo, egoísta, me negaba; de pronto sentí un fuerte golpe y vi a mi padre, sombrero en mano desvanecerse por la pared de madera.

“Ese día me juré que jamás volvería a ser egoísta”.

Ella duró 69 años y siempre cumplió aquella promesa y de los pocos recuerdos atesorados  de nuestros abuelos y lo   escuchado a sus parientes  siempre los mantuvo vivos en el recuerdo  de mi hermana Ileana y en el mío propio.

 

 

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