Estos objetos fueron muy comunes en el campo cubano, y
eventualmente pueden volver a serlo ante un aprieto, y recibían distintos
nombres en dependencia de la región.
Constituían una especie de camilla confeccionada con una hamaca debidamente acondicionada y que
llevaban dos “braceros”, con gente de repuesto para auxiliarse por lo fatigoso de la tarea.
Ello permitía a gente
de monte adentro, sobre todo de la montaña, trasladarse a un centro
hospitalario cercano o lejano, con un enfermo grave por senderos por donde no transitaban ni los mulos con una carga
semejante.
Tengo una experiencia muy enriquecedora de ello: en
1984 en un plan de la escuela al campo, dirigía yo una tropa de unos 20 chicos, junto a otros dos profesores
de preuniversitario, una tarde, a la caída del sol, me avisan que un estudiante llamado Homero “tenía un dolor insoportable en
el vientre”.
Mis dos compañeros habían bajado ese propio viernes y
el sanitario un poco loco, tampoco estaba, pulsé la barriga del muchacho y no
le dolía pero al soltarla pegó un grito ¡apendicitis! Me dije y decidí bajar
con él y cuatro fornidos muchachos, los mejores
recogedores de café y cacao y casi todos
mis vecinos del bayamés barrio San Juan, si acaso, alguno era del contiguo
barrio de El Cristo para bajar a Homero de
El Olimpo, que así se llamaba el lugar del campamento.
Había uno flaquito, cargado de espaldas que me
rogaba llevarlo; yo me negaba pensando que
sería parte de la impedimenta, pero acepté y ¡válgame Dios!
Homero podía caminar y salimos todavía con cierta luz
desde “la morada de los dioses del
panteón griego hasta Buey Arriba, pero
unos 500 metros
después, las rodillas del enfermo fallaban y decidí aprovechar mis
conocimientos de vida en campaña y corté
dos ramas muy fuertes y metí por ellas los dos o tres abrigos e improvisamos.
De más está decir que cada 50 metros los forzudos se
cansaban, pedimos ayuda a un campesino quien solo se limitó a darnos la suela encendida
de un zapato como improvisada antorcha y seguimos bajando. Dije Válgame Dios y
así: fue el más flaco fungió de
compañero mío y eso nos ayudó a sortear
unos 10 kilómetros
hasta donde había tractores y camiones;
pudimos dejar al muchacho en el hospital avisar a la familia y enviarlo con personal médico especializado,
poco después lo operaban en Bayamo.
Las parihuelas, claro de otro modo, también servían para trasladar difuntos al
camposanto; esta anécdota la debo a Antonio Maza una especie de compilador natural.
Dice Antonio que
hace décadas, cuando desde la localidad de Calambrosio no había camino
directo a la carretera Yara-Bartolomé Masó muchas veces para enterrar los muertos de esa zona en el cementerio de este
último sitio, debían ser llevados en andas y salían a un sitio denominado La Joya, en una ocasión cuando
arribaron allí los cuatro últimos cargadores venían pasados de tragos y un poco cansados pero estaban achispados por el ron ya escaso para ese entonces.
La “quitanda” que
así le llaman por allá a la parihuela les pesaba y querían dejar al extinto en cualquier sitio, especialmente en comercios de donde los expulsaban a cajas
destempladas.
Por fin llegaron a la tienda del gallego Tuñón y le exigieron l o mismo, el peninsular que
“respetaba mucho a los muertos” contestó como un rayo “llévenselo, llévenselo y
cojan su ron Paticruza´o”.
Estos son
algunos andares de gente que
carga parihuelas.
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