domingo, 6 de febrero de 2022

La singularidad de Juancito

Juancito Veraz Casamayor era un camarada originalmente peculiar, dotado de lo que se dice “verbo fácil y perfil elegante”, por eso encantaba con sus historias al auditorio que todas las tardes le cazaba la pelea en los recesos vespertinos de la escuela secundaria José Antonio Saco en la añosa ciudad de Bayamo. Desde la adolescente edad de doce o trece años, daba a las palabras comunes significados nuevos y esa era un de las razones para que a eso de las tres y media de la tarde, el timbre de cambios campaneara repetidamente, para llamar nuevamente a clases. El hombrín amaba la pesquería y los caballos y por supuesto sus esposas, conocía de razas y le sabía con pelos y señales las características de cada uno de los animales de sus billetudos amigos ganaderos o tenedores pobres de jamelgos rocinantescos Y por lo general andaba montado en estos últimos por las vegas del río Bayamo o las calles aledañas a la secundaria en los confines del barrio San Juan, cerquita del viejo acueducto. Fue él quien nos adiestró a los muchachos neófitos en los secretos de la jáquima y el basto o de montar a pelo por dentro del río y bañar los animales pues ese era el pago a los dueños. Como pescador era el mejor, cuando refería sus hazañas no le alcanzaban los largos brazos abiertos de un langaruto de un metro ochenta para reseñar los peces que cogía “y eso que el más grande se me fue”. Nosotros disfrutábamos las guayabas, aunque algunos nos cubríamos las cabezas con ambos brazos y hasta un pierna para que no nos tragara, pero aquello era muy divertido. Estudió y se convirtió en un profesional sin tacha que hacía de la pulcritud de la ropa una religión solo comparada con la eficacia de sus saberes y la solicitud que aun trata a sus pacientes. Aquí en Bayamo o en los dos o tres países del subcontinente donde prestó servicios no establecía distingos entre nativos, foráneos y cubanos, pero si se encontraba con un bayamés pretendía enseguida llevarlo para su casa. De esas misiones médicas atesora el cariño ganado que favorecía regalos como algún caballo pura sangre, una camioneta moderna o hasta un yate, obsequios que solo quiso aceptar en calidad de préstamo pero que le serían para multiplicar sus relatos. Puede cualquiera estar escuchando a Juan referir sus lances durante dos horas sin aburrirse, los neófitos pueden pensar que exagera, pero los conocedores que lo estiman saben cuán imaginativo puede ser. Perdido largo tiempo de la casa de un amigo común le espetó: “Manuel Armando, ¿cuándo nos vamos a reunir para caernos a mentiras?”; el otro pensó para su coleto: “Si te dejo arrimarte a la fuente donde sirven las mentiras para mí no queda nada”.

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