Los
días de mi infancia, lejanos después de
tantos aguaceros, sequías, ciclones… y otros eventos naturales o sociales mantienen en mi mente una
nitidez asombrosa.
Y los
divido en semanas atendiendo primero a las tareas de mi madre como ama de casa:
los lunes lavaba y hervía toda la ropa blanca en un fogón improvisado con tres piedras
en el patio, dentro de un latón para manteca o en una lata para aceite que todo
el mundo generalizaba como “las vasijas de hervir”.
Los
martes y miércoles realizaba otras tareas domésticas y el jueves planchaba toda
la ropa que había lavado el lunes, con una plancha de carbón que “si se bañaba venía el pasmo”, según las
comadres y era necesario hacerlo con
agua muy tibia para no incurrir en ese error que dejó a más de una mujer con
una parálisis facial.
Los
viernes era acomodar el armario y los sábados era hacer una limpieza general en
una amplia habitación que hacías las veces de sala, comedor y dormitorio (la cocona era aparte) y los domingos salíamos
a hacer visitas, además de ir al cine de
la esquina a ver westerns o casi casi todas las noches a llorar con unos dramones mexicanos, cantar bajito con los musicales o asustarse
con otras películas de acción y misterio también del hermano país.
Todos
los días ella se levantaba a las cinco para colar café a mi padre, tabaquero en
la fábrica Moya, a las siete (antes de irme a la escuela José María Izaguirre,
cerquita del parque La Ollá) corría yo a llevarle el desayuno en una cafetera
picuda y en un cartucho para el café con leche y el pan con mantequilla, respectivamente.
Todas
las mañanas mi madre “corría con el almuerzo” que estaba a
punto justo a las doce cuando el viejo
venía a degustarlo y acto seguido, también con el carbón como combustible ponía
los garbanzos para el cocido, la sopa, la carne ripiada que eran una tradición en casas de ricos y pobres.
De
sobremesa las aventuras de Leonardo Moncada y otros programas muy gustados
junto hasta las 10 de la noche en que Concha mi madre daba el toque de queda y ¡a
dormir, muchachos!
Los
domingos esperábamos al mensajero con los mandados en su bici-carga y con las
cajas de cartón formábamos mi prima Elisa y yo diversas fantasías y mucho mejor aún cuando las cajas era de
madera que soportaban ruedas y barandas que las convertían en carros.
Los
domingos nos íbamos al parquecito de los coches, pues allí los vendedores según
mi madre, vendían los mejores pollos para el arroz dominguero.
Ese
día como muchas noche mi viejo me llevaba a conocer el Bayamo de entonces
enmarcado en la parte vieja y algún otro incipiente barrio y muchas veces
llegábamos hasta Jabaquito donde vivía un hermano suyo y recuerdo que jamás pude entender por qué Necrópolis quería decir ciudad de los muertos
pues si ya “habían pasado a mejor vida” para
que querían una ciudad y eso lo meditaba con un poco de miedo ¿para qué negarlo?
Para
mí era un fiesta visitar parientes en la localidad de Vequitas, muy cerca de la
actual cabecera municipal de Yara y desde la madrugada conversaba como un
papagayo haciendo planes para el disfrute en el inmenso patio de los abuelos en
el chapuzón en el río Buey, asomarme a
sus barrancos hoy derruidos por las crecientes arrolladoras… y
especialmente pasear con mi abuelo Pillo que saludaba como nadie y siempre
andaba enguayabera´o y con su palabra mágica saludaba, conversaba con amigos y
conocidos o mostraba su sabiduría de hombre de campo por su gestión
autodidacta, a veces creo que estaba un poco loco por las cosas que decía, pero
asombrosamente la gente lo respetaba.
Hoy
ya abuelo yo mismo, sesenta y tantos años después, trato de hacer las cosas que me gustaban de niño para que mis cuatro nietos (una fortuna) disfruten de la vida al aire
libre, del entrañable amor de sus mayores y de la alegría de vivir.
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