Me agota hacer
un obituario y aunque este blog no tiene una sección necrológica, a veces se
hace obligatorio reseñar la muerte, o mejor, la vida de algunas personas que
trascendieron por algo.
El 15 de agosto pasado fue un día infausto para los bayameses,
pues fallecieron varios hijos del barrio de San Juan y sus alrededores, según
tuve noticias: Otto, un combatiente del Ejército
Rebelde, Felipe Nolbert, la profesora
Delia Babastro y Armando Rodríguez Valera.
Todos tienen historias singulares, pero trataré de
reseñar la larga vida de Armando a quien todos sus familiares y amigos conocían como Mudo, por padecer de sordera
congénita y no existir los adelantos de la ciencia y la medicina de que hoy disponemos.
Creo que lo conocí desde que tuve uso de razón, pues su
hermana Micaela vive en la casa de al lado y cuando él venía de allá de La
Cuchilla, junto al Río Cauto, yo veía a mis vecinos, Lolina, Chino, Nené
y Camilo revueltos por las cosas de Mudo, era muy alegre y una amplia sonrisa
por lo general le iluminaba el rostro.
Cuando los muchachos nos portábamos mal, por señas y
sonidos mostraba su descontento y solo una vez vi “casquear” con el cinto a
unos de los muchachitos, pues decían que por detrás escuchaba algo y cuando le decían “
Paurra”, se ofendía tanto que los perseguía
blandiendo la correa, pero eso se le pasaba
pronto.
Me divertía como señalizaba la palabra mujer: “con los puños
cerrados y los pulgares sobre el pecho, apuntaba con los meñique también
cerrados para representar los pechos y todos sabíamos qué decía.
Recuerdo que en
los años 60 del pasado siglo, un
curandero o charlatán que decía operar con una botella lo trató una vez cuando
era joven y dijo que estaba listo para hablar, pero él jamás creyó en eso, mi
madre le puso en un papel: “Armando, tú estás operado”; pero él negaba con la cabeza, jamás lo creyó.
Fue un trabajador incansable, obrero agrícola, celador
en una vaquería, obrero de la Presa
Cauto del Paso, y creo que en Comunales, lo que sé es que dondequiera
despertaba admiración y respeto por ser tan laborioso y por su carácter
bonachón.
Recuerdo un
viaje que hice con mi madre a La Cuchilla, después de corretear y bañarnos en
el río Cauto, vi un machete que refulgía al sol como si fuera de plata ya tenía
yo unos siete años y fui a “comprobar el filo”… la herida fue grande en el pulgar, pero mis vecinitos trancaron la hemorragia con ¡tierra y telaraña
llena de hollín del fogón de leña!.
Ya ni sé cuándo se mudó definitivamente para casa de Mica, allí conocí sus dotes de
sobador, maestro de la digito-puntura, diestro en arrancarles los empachos a
Carmen Luisa, mi hija más pequeña y a mis nietos Alejandro y Diego, ¡tan
comilones! y hasta a mí me haló más de una vez el pellejo de las canillas para
curarme como a mis chamacos.
Recuerdo particularmente que él me recogía el periódico
con el repartidor y se insultaba cuando yo no lo oía, pero enseguida se sonreía
cuando me veía y me comentaba las últimas jugadas de béisbol o los últimos puñetazos en los torneos de
boxeo , porque era aficionadísimo a los deportes.
Murió de una afección cardíaca, pero la vida le dio un corazón inmenso para dar cariño a todos… cuando veía a uno de
sus compañeros de trabajo que pasaba y llegaba a saludarlo se le encendía el
rostro de alegría y empezaban a rememorar historias.
Yo salía y él me daba un parte de quien entró a mi casa
y yo lo entendía a la perfección.
Armando no tuvo hijos físicos, pero desde que éramos
muchachos, fue muy cariñoso con sus
sobrinos con los descendientes de estos y hasta con los míos, pues siempre
trató con una dulzura infinita a mis hijas y nietos.
Se fue, pero la amplitud de su sonrisa nos queda a
todos quienes lo queríamos.
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