Aunque
por su similitud fonética parezca el título de un poema de José Ángel Buesa, no
se trata de eso, aunque tiene ver con el Poema del renunciamiento; en lo externo nada tiene que ver con el “poeta enamorado”.
Aun
cuando la historia esté titulada de
forma similar a las peripecias de Santiago Nassar, Ángela Vicario y sus
hermanos (por la cronología que anuncia) tampoco tiene que ver con la inmortalidad de García Márquez y sus criaturas.
No,
nuestra historia ocurre cuando los
campos cubanos se motearon de escuelas de estudio-trabajo bajo la égida de José
Martí: las escuelas secundarias básicas
en el campo.
Él
era un muchachón rollizo, de fuertes músculos, de rostro rubicundo y picarazado, lo que solíamos denominar en esa época como “más feo que nosotros”, características
resaltadas por cuatro mechas de pelo
rojizo que él engominaba a sabiendas de
que no hacerlo, o cortarlas, era una amenaza perenne de responso pues no
correspondía a la imagen de un docente.
Otra
característica era su carácter reidor, pero parece que no conforme con sus
atributos físicos, nuestro amigo
mostraba cierta timidez ante sus
compañeras casaderas, era lo que la “hijueputá” reinante entre sus camaradas bautizaba como “huérfano de
jevas”, más finamente: desamparo
amoroso, aunque dicen que compartía “una vaca a la mitad” o sea un triángulo
al estilo de Doña Flor y sus dos maridos, pero sin fantasma.
Llegar
el joven al campo para ejercer su magisterio, verla en medio de una
tomatera, sucia de tierra, con una
cabellera hirsuta bajo el sombrero y enamorarse fue un todo único; el muchacho supo verla más allá de lo que la vista le mostraba
y se perdió en elucubraciones.
“¡Qué
mujer hermosa! Si le quito esa cachaza de los pies, se los lijo bien, si esa
piel manchada recibe tratamiento en un salón de belleza, si el pelo también (
no existía la queratina como producto restaurador del cabello) la muchacha
queda como recién salida de una agencia” .
Sonrió
la chica y nuestro amigo completó mentalmente la rehabilitación: “Si le pongo
una planchita con los cuatro
dientes…¡será un monumento!”
Dicho
y hecho se la trajo a casa, las ropas
nuevas, modernas, los zapatos de moda realzaban la hermosa figura, la piel
clareada, el pelo sedoso, quienes se la criticaron en el barrio, la miraban y admiraban.
No
tardaron los tigres en asediarla con todas las armas; hasta que la chica dio un
“mal paso”, el muchacho de nuestra historia la sorprendió en el brinco… él, sin
ira, le dijo solamente que cuando terminara
fuera a verlo.
Ella
llegó suplicante, segura del perdón, él le pidió que le devolviera ¡tooodo!
La
joven lo fue acomodando en la cama y él casi sin mirarla, cuando la dama fue a enjugarse los ojos él vio la reluciente dentadura…”Ponme ahí la
planchita también!”, ordenó.
Ella
brincó como un resorte… una ráfaga de aire y rabia rozaron la encía y los
labios en forma de U para disparar trabajosamente:
¡¡¡¡Zuzzio!!
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