Desde chico los ciclones me fascinaron, para bien o
para mal.
Primero fue la alegría de los preparativos cuando veía
asegurar puertas y ventanas con tablones o clavos y también un alto tragaluz con esos materiales y manteles de cuadros alternados en rojo o
blanco… entonces ese misterio o temor a
la aventura apenas me dejaban dormir por la excitación.
Además estaban las provisiones para esa eventualidad,
mis padres aseguraban dulces de guayaba o naranja en conserva, bolas o
rajas de queso blanco, algún que otro fiambre y
carne y viandas para los suculentos ajiacos que “ameritaba toda ocasión
húmeda”; según mi madre.
Pero realmente de esa época no recuerdo ningún ciclón
poderoso hasta llegar hasta el maldito Flora que tanto luto provocó entre
parientes y amigos de esta inmensa Llanura del Cauto.
También desde 1963 en que “ese infierno llamado Flora” (según lo bautizaran colegas de Radio Bayamo) arrasará por aquí y que surgiera gracias a Fidel la
voluntad hidráulica que permitió desde entonces salvar tantas vidas, me puse a
pensar en los más desvalidos y la idea me llevó a compadecer a nuestros
indocubanos, inermes ante las furias de eventos que ellos llamaran huracán o “juracán”,
aporte lingüístico al castellano y que el destacado Ciro Bianchi Ross evocara
hace un domingo.
Recordaba desde entonces
a nuestros aborígenes y sus creencias religiosas y sus grandes dioses Atabex y Mabuya del bien y el mal,
respectivamente (como me explicaron mis maestras de Primaria) y me introduje mentalmente muchas veces en las pieles de nuestros
primeros habitantes.
Pero en esta temporada ciclónica lo hice más que nunca antes: ¿Cómo asimilarían
la lluvia, o viento descomunal? como ver sus chozas
destruidas? ¿ A cuántos haría volar el
torbellino? ¿Cuantos sucumbirían a estas
masacres incluso antes de que los españoles los diezmaran?
Pienso en eso y me dan escalofríos, a lo mejor serían
más acusados sus rasgos étnicos entre nosotros y no solo circunscritos a regiones como Baracoa.
A lo mejor, de ser posible, el instinto los hiciera
buscar refugio en las cuevas y túneles y al salir sorprendidos de la furia de
Mabuya sucumbieran de hambre porque los
juracanes cambiaron el curso a los ríos o derribaron montañas y bosques
acabando con mucha vida silvestre, entre
ellos vendaos, truchas, biajacas… me los imagino de bruces en el suelo
implorando la benignidad de Atabey para que aplacara a su par maligno Mabuya.
También me da un gran estremecimiento porque ahora,
como tantas veces, nuestros hermanos caribeños han sufrido como acaso lo
hicieran nuestro antepasados de piel cobriza el embate de los vientos y
quedarse si nada, sin nada…
Porque no todos los países tienen un centro de pronósticos
como el nuestro, ni una Defensa Civil que de veras protege a su gente junto a
militares, bomberos, policías, hecho reconocido
pro autoridades políticas y meteorológicas mundiales.
No obstante, algunos obran en medio de ciclones con una
imprudencia insólita… recuerdo cuando
formaba parte de equipos periodísticos en
coberturas a eventualidades
metodológicas junto a efectivos de rescate y salvamento y de las fuerzas armadas
de evacuar personas de lugares peligrosos, precisamente donde el huracán Flora
hizo una siniestra zafra hace 54 años, después algunos de los que ya había sido
rescatados volvieron irresponsablemente
a sus hogares cuando no había cesado el peligro, justo como ahora durante el
infierno Irma.
Por desgracia a algunos de los que lo hicieron, con una
candidez propia de aquellos aborígenes ahora los alcanzó la furia y categoría Cinco
de un evento que debió llamarse Mabuya por su trayectoria diabólica.
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