La historia es tan vieja como el mundo y se repite hasta el infinito: yo criticaba muchas de las decisiones de mis padres porque las consideraba rígidas, anticuadas, sin sentido.
Crecí, tanto en edad como en tamaño y cuando ya frisaba el medio siglo, comencé a comprender al Viejo,
pero no con la celeridad y oportunidad con que debiera, él que nunca cuestionó
una decisión de sus mayores, con lo que
creía que los respetaba en mayor grado.
Hoy me arrepiento de eso, pero no lo sufro, porque
desde que fueron muy pequeñas quise educar a mis hijas en lo que entendía que
era lo mejor, de ese modo, de algún modo… saldaba la deuda con mi padre.
Cuando Conchi y Carmen Luisa llegaron a la adolescencia y a los primeros
vestigios de adultez, nos censuraban a Carmen, la mamá y a mí por haberlas criado como “mongas”.
Quizás sea cierto, pero preferíamos que sus amiguitas
jugaran en nuestra casa, tanto dentro como en el espacioso y largo pasillo,
porque allí las teníamos todas a la vista y no molestaban en casas ajenas.
También les enseñamos a no tener “metimientos” en los
hogares de sus camaradas ni armar amistosos “apretones” que después desembocaran
en malos resultados, igualmente a no llamar a nadie a viva voz ni por teléfono
a deshoras: muy temprano en la mañana, al mediodía, la hora de la siesta o tarde en la noche, porque hacerlo era
desconsideración y falta de educación.
Tampoco las dejamos trasnochar en carnavales o fuera de
ellos aunque Conchi tenía la idea que eso era disfrutar: “cuando yo trabaje voy
a ir a todos los carnavales de la provincia y desde allí veré distintos
amaneceres”, decía.
Después por su propio peso llegó a una conclusión más
atinada.
Cuando nuestras chicas tuvieron sus propios hijos,
primero sin decir nada y después expresamente nos dieron la razón en la mayor parte
de nuestras “absurdas prohibiciones”: comprendieron que fomentábamos valores.
Ahora las vemos,
con alegría, inculcar a Ale y Diego que todas las niñas son bellas que todos
los niños son iguales, que es necesario ayudar a los ancianos y “a compartir los sorbetos” aunque a eso a
Diego le dé un poco de trabajo.
Con la madurez que ya tienen, dentro de unos añitos
estará bajo la lupa de sus pequeños, que entonces no comprenderán, como lo hice
yo y lo hicieron ellas, las enseñanzas de sus mayores.
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