Los
sitios históricos debían ser como templos, donde el silencio, la conversación respetuosa o la admiración
rindieran el homenaje particular o acompañado a las personalidades o hechos que
le dieron historicidad al espacio.
Por
eso me sumo a la lucha de entidades patrimoniales
por preservarlos hasta en lugares agrestes y aplaudo la manera en que responsabilizan
a las entidades circundantes de su cuidado y
conservación.
Precisamente como me confieso amante, sin
complejos, del antiquísimo barrio bayamés de San Juan, veo con tristeza como languidece
un sitio céntrico justo al lado del cine 10 de Octubre el parquecito dedicado
al mártir Lorenzo Véliz Rodríguez, justo donde se encontraba su hogar.
Quienes
agreden ese entorno quizás no sepan que
Véliz cayó combatiendo a las tropas de
Fulgencio Batista en el alto de la
Herradura, Sierra Maestra, cuando contaba solo con 25 años de edad y por tanto
merece las más elevadas muestras de respeto.
Por
ejemplo es muy positivo el quehacer de los círculos de abuelos que allí se
reúnen para sus ejercicios o para programar actividades que ponen en armonía la
salud mental y física.
También
los artistas que desde el teatro contiguo ultiman detalles, muchas veces hasta poco
antes de salir a escena.
Los
vendedores de productos agrícolas aportan un toque multicolor al sitio, siempre que no
dejen que sus clientes arrojen al pavimento los restos de alimentos o lo hagan
ellos mismos.
A
propósito, allí en la confluencia de la misma esquina de Manuel del Socorro y
Capotico se forman de cuando en cuando microvertederos
que se encargan de “engordar” vecinos, comercios y la asistemática acción de
Comunales.
Inadmisible es que gentes inescrupulosas hagan
allí sus necesidades, casi frente a la tarja del mártir, porque ese es un parque
solo de tres costados o los enamorados que se pasan en caricias que solo debían
dejarse para la intimidad de la alcoba.
También
que los alegres borrachitos que lo frecuentan, pasen de la anécdota graciosa, a
la mala palabra injuriante cuando enfrente viven familias o cruzan transeúntes que
reciben este tipo de agresión verbal.
El
carnaval es una acometida constante hasta que cierra sus actividades, después
de cuatro días.
En
nuestra niñez conocimos la casa del mártir, enorme, de madera, con una acera
amplia y un quiosco donde vendía frituras o las empanadillas que hacía Clementina,
la abuela de rebelde ascendido a capitán póstumamente, después de la acción de
Alto de la Herradura.
O
también íbamos a comprar harina de maíz sancochado, que la honorable viejecita
se encargaba de ordenar que fuera “de la más fresca”.
Después,
cuando supimos de la muerte del joven Lorenzo, el paso por la acera hasta el
cine era un poco silenciosa aunque a
esos pocos años no sabíamos discernir la grandeza del bayamés.
Ahora
la gente sí sabe, con más razón debía respetar más.
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